¿ A qué hora estoy muriendo?

lunes, 13 de julio de 2009

Enero

A 6 Km. de la

Calle del infierno.



1

Un Chevette 97 púrpura rompió el silencio de la noche dejando detrás del furioso sonido de una estela partida en dos. A cien kilómetro por hora cursó la carretera y dio una vuelta en U hasta parar finalmente al término de lo que parecía una calle ciega.

Cualquiera en sus cabales, y con un tanto de lógica hubiese reprobado el comportamiento del conductor del Chevette.

Se detuvo mientras que el motor se apagaba lentamente, y las luces rojas, o al menos una de ella se prendía en símbolo de espera. No estaría allí por mucho tiempo. Luna Llena, y además de eso con la bruma de una tormentosa noche. Se acercó entonces una pareja de hombres con parsimonia.

Entonces el conductor apagó por completo el auto, y lo único que se escuchó en aquella carretera, iluminada por el leve destello de algún faro a kilómetros de distancia, ni siquiera los ojos de gatos estaban en buen estado como para reflejar la luz de los faros del carro, fue el rugir del motor al enfriarse.

Todo era penumbra y soledad. A excepción, por supuesto de la pareja que tocó el vidrio opacado del Chevette púrpura. Sus nudillos formaron una avellana dando el tercer golpe a la puerta del conductor.

-- Te retrasases—dijo una pastosa voz, luego de que el espejo del conductor hubiese descendido rápidamente, y revelado a un hombre joven y moreno, que miraba ominosamente a la pareja.

-- Nos encontramos con problemas—dijo el conductor.

El hombre que tenía en frente les puso los ojos en blanco. No le importaba en lo absoluto sus tontas excusas. Lo había llamado con un propósito, y punto final.

-- Bien. ¿Mañana en la noche?

El conductor antes de contestar miró con creces su alrededor. La carretera que se extendía de manera indefinida hasta un grupo de montañas alineadas y antagónicas. La carretera era como una cicatriz en la cara de una persa, no concordaba. A su lado no había vegetación, tal parecía que la cara era de una persona con acné, pues lo que más era exuberante era las rocas quebradas y apiladas como símbolo de viejas tribus.

Mañana en la noche. El conductor pensó en sus posibilidades, si sacaba cuenta tenía un par de horas para dormir, y luego para iniciar el plan, luego ejecutarlo, pero aún así le sobraba suficiente tiempo como para pasarse un buen rato del día siguiente para…

..Si mismo.

Pensó en el dinero. Ese móvil de todo asesino, y de toda conspiración. Y aunque su cara era perfectamente inexpresiva, su alma se quebrantaba ante la tentativa de transformase a si mismo, en algo que no era. No se engañaba. Ya lo era. Hace mucho tiempo atrás, pero ahora… tenía un tanto de talento. Recordó la parábola de los talentos de la biblia, y sintió como la voz fuerte del amo le decía “Discípulo flojo y temeroso, que no supo administrar el talento que se le fue dado”

Sonrió y asintió al hombre.

--Toma entonces—le dio un sobre Manila, que justo en centro estaba abombado. Sacó de inmediato, y contó cinco millones. —Cuando termines te daré la parte que resta.

El conductor simplemente asintió.

Acarició el volante con manos cubiertas de guantes negros. Mientras que el hombre se volvía para decirle unas últimas palabras, antes de la partida.

-- Suerte—dijo con apestoso aliento.

El conductor sonrió lentamente, y luego fulminó con ojos negros a su homologo.

-- La suerte es para débiles. Y cuando estás a 7 Km. de la calle del infierno, es el éxito tu mejor compañero.

El rugir del motor de aquel auto, lo suficientemente gastado como para pasar por el doble de años de los que realmente tenía, asustó a la pareja cuando el conductor se fue perdiendo en el horizonte.

La pareja pensó en prosaica comunión, lo parecida que era la carrera que hacía el conductor contra el ocaso, a cada kilómetro superado se acercaba más al amanecer y con él los primeros rayos del sol iba bañando al alrededor.

Mientras que la escasa bruma se llevaba el caos reinante.

2

Ricardo, se bajó de su auto a eso de las 9 y media de la mañana.

El sol le atravesaba a soslayo, iluminando su ropa negra y bañando su cara cetrina. Puso la mano en forma cóncava, formando una garra con ella y mirando la calle que se extendía hasta una casa, luego de eso continuaba indefinidamente, quizás hasta perderse en una alcabala.

Ricardo estaba totalmente inseguro, y además las impresiones de la noche anterior le parecía como siempre, un simple resoplido de una realidad muy relativa. El hecho de estar a pocas horas de iniciar su encomienda. —Qué cínica palabra la de llamarle encomienda a algo tan malo como lo que el hacía. ¿Acaso Dios perdonaría el hecho de que las encomiendas se transformaran en una obsesión?, ¿Ya no era más que solo por dinero? Aquellas inflexiones que se hacían en su mente eran cada vez más penosas recordar.

Dinero… placer… justificación… excusa. Nada de eso a los ojos de Dios era algún motivo.

Dios. ¿Dios? Dios. Entonces se imaginó que quebraba los dientes con una piedra. En este momento lo menos que podía hacer era dudar de la mano de Dios.

De su existencia, y de…

Su perdón.

Miró el reloj en su muñeca. Faltaba media hora.

Y repasó nuevamente su plan de cabo a rabo. Tendría que salir a más tardar a la diez y quince, dando suficiente tiempo como para que pudiera huir, y luego si cabía la posibilidad pasarse para comer algo ante del almuerzo.

Discípulo flojo y cobarde. Decía el maestro y con eso calmó su ser, él no sería uno flojo. Usaría su habilidad para obtener buenos fines, para alcanzarlos en realidad. ¿Qué había de malo en ello? ¿Qué cosa?

Justificación. Por su puesto qué lo eres. Ricardo sabía en su fuero interior, y en su conciente, de que lo hacía por que disfrutaba su trabajo, su encomienda. Y era por esa encomienda que en ese preciso instante, se ubicaba en frente de la escuela estadal de la Ciudad del Ático.

Vio entonces a un grupo de mujeres entrar a la puerta principal. Entonces corrió tras ella, asegurándose, segundo antes, de que la puerta del carro estaba sin seguro.

Entró confiado ante las dos rejas azules que constituían la entrada de la Primaria.

Lo que sucedió adentro de la escuela se podría comparar con lo que sucede en las películas de acción, pudiéndose sincronizar a tempranas horas de un domingo. Es por eso, no es importante comentar como entró, no es necesario decir que Ricardo se hizo pasar por un representante, y tampoco se encuentra útil decir, que tomó a un niño y salió con ojos felices ante la portera.

Nada de eso era necesario. Como tampoco fue necesario decir entonces, que aquello era un secuestro.

Secuestro. Ricardo tomó al chico entre sus brazos ignorando por completo la cara de antipatía y de asco de aquel niño de 5 años, cuyos ojos buscaba inexorablemente a alguien de su familia. Sus ojos estaban anonadados. Ricardo lo sentó en asiento de copiloto sin siquiera mirarlo, le puso el cinturón de seguridad, bueno, en realidad lo amarró al asiento con el cinturón.

Puso sus manos sobre la puerta y observó esperando la primera patrulla o que por alguna inexplicable razón alguien, aparte del chico, se diese cuenta. Un segundo. Nada, nervioso tomó la manilla de la puerta e impulsó de ella. Nada.

No abría. Intentó tres veces más, pero ni se movía. Entonces maldiciendo, se movió del otro extremo del auto, sintiendo como las bilis se revolvían en su estómago. Consiguió la puerta y se montó por el lado del chico. A escaso momento de aplastarlo con su trasero.

Cuando estuvo enfrente del volante no vaciló. El Chevette púrpura dio un respingo y casi brincó por toda la calle, andando con calma como si llevarse a un niño de cinco años fuera lo más normal de este planeta.

Niño de cinco años. Se dijo así mismo, y sus ojos se exaltaron. Aquel chico apenas si movía, ahora que lo pensaba, no lo había visto propiamente dicho. Se detuvo en un tráfico, y aprovechó el corto tiempo para examinar… a su víctima.

Max, era el nombre del niño. Era un poco gordo, su cabeza apenas si comenzaba a desarrollar la redondez de la infancia, su cara parecía una manzana, y su cabello lacio le cubría hasta el cuello. El típico niño de una familia de primera en Ático. Ricardo sintió sorpresa al observar más detalladamente su rostro.

Sus ojos… Eran dos pelotitas de color verde, con finas rayas amarilla, no pudo evitar pensar en una manzana verde rasgada y con marca amarilla, cuando observó sus ojos. Pero había algo más, algo más profundo en aquello. Y era seriedad, ese chico tenía mirada despreocupada y se miraba de un lado a otro sin siquiera preocuparse por que harían de él. Tampoco es que Ricardo era un inexperto, y tampoco había olvidado como tratar a un infante, pero el chico estaba disfrutando de un paseo.

Y qué importaba eso. El hecho era que estaba tranquilo, ser el secuestrador de un niño tranquilo es un billete fácil de cobrar, y más rápido, todos los del círculo sabían eso. Agradecido de eso, y de no tener que golpearlo—tampoco la idea le parecía muy poco apetecible—. Y sin embargo, ese niño… su mirada, era diferente.

El peso de su intriga hizo que por una milésima de segundo, Max le respondiera la mirada, entonces pasaron dos cosas:

El frío inundó sus terminaciones nerviosas, y quedó ipso facto, pero además el sonido estridente de un carro rompió con la obra de teatro muda que se estaba efectuando. Cuando por fin entendió que por poco, habría muerto.

Olvidándose por un segundo del Max, miró con destello lo que ocurría a su alrededor, dos carros había chocado por culpa de su descuido. Totalmente angustiado de la consecuencia de su acto, decidió abandonar la escena y salir precipitadamente de Ático.

--¿Quieres algo?—dijo Ricardo.

Nuevamente quedó sorprendido, y maravillado por la expresión de aquel niño. Estaba sumido en sus pensamientos, por un momento estuvo a punto de comenzar a gritar en círculo al observar la seriedad y tranquilidad de Max. Frío, callado, y pensativo. Tuvo la impresión de que estaba secuestrando a un adulto.

Pero incluso un adulto no sería… tan frío. La memoria le trajo el recuerdo de una media docena de hombres y mujeres que el había secuestrado.

No era nuevo en el oficio. Tenía, un dote. Habilidad innata para ser el trabajo. Pero sabía que tampoco era un Don, era más inteligencia. Cambiaba usualmente las víctimas, oscilaba entre medio ricos y ricos (jamás pobres esos nunca pagarían el secuestro), entre niños, ancianos, mujeres, hombres, bebés. El secreto del oficio era romper el parámetro, de una manera tan lejana para que no te consideren un secuestrador en serie, y lo bastante cerca para que no te consideren un sicópata. El tiempo era otro factor. Podrías hacer dos secuestros al mismo tiempo. En la misma semana. Pero jamás, un patrón definido.

Y así tenía varias décadas en el oficio.

Como el chico se inmutó se bajó del carro. Y le compró una galleta de avellana, mientras que el se bebía una cerveza. Estaba a final de la ciudad, en una bomba de gasolina, bebiendo cerveza y cansado de esperar, aún tendría que soportar la agonía de ese niño que nada le hacía activarse.

Se fumó también un cigarro. Y pensó sobre las rutas que tomaría su vida. Ya se acercaba a los cuarenta y no podía seguir haciendo esto por el resto de sus días. La posibilidad de ser atrapado, de ser llevado a la cárcel, o de morir era cada vez más latente; muy a pesar de todas las precauciones y el minucioso estudio que incluía el proceso de seleccionar, analizar, y ejecutar el secuestro. Su cuerpo se hacía cada vez más lento. Y sus sueños más vivos. La sensación de estar muriendo lentamente le hizo palidecer, así que apagó el cigarro con el pie y se montó en el carro.

Seleccionar, Analizar, y ejecutar. Eran sus pasos de secuestro. Pero además era su ley de vida.

Entonces por tercera vez en ese día, palideció…

Max no estaba. Se llevó las manos lentamente, y se echó dentro del carro. La ira que sentía junto con la expectativa rota de unos días soleados, se borró al instante. ¿Dónde estaba? No cabía otra pregunta, ni interrogante. ¿Dónde estaba? Asustado se metió debajo del carro, y revisó todos los rincones hasta golpearse la cabeza con el mismo techo del Chevette.

En el carro no estaba. Miró a la gasolinera, y se chocó con un par de miradas ansiosa por conocer que ocurría. La gente suele no tener nada suficiente en su propia vida, y entonces comienza a interesarse en la de otros. Pensó eso, mientras que las ganas de vomitar le subían como una locomotora.

Calma. Se oyó musitar. Era precisamente lo que necesitaba. Autocontrol. Pero el chico no estaba y eso en parte era su culpa. Caminó aterrorizado por toda la bomba, no tardó ni diez minutos en el recorrido. La bomba ocupaba poco más de cien kilómetros cuadrados, y tampoco había muchos carros como para que la posibilidad de que al secuestrador le hayan secuestrado su secuestrado. Se cayó con sus estupideces mentales, y entró a la tienda que estaba desierta. El vendedor, un viejo de sesenta años con una cola de caballo canosa puesta a medio hombro, le miró extrañado.

--¿Puedo hacer algo por ti? ¿Quieres otra cerveza?

--Lo dudo, pero bueno intentarlo no está de más. Hace un rato, vine hacia acá para comprar la galleta, la cerveza y la caja de cigarro. Y pues me distraje, y no sé, pero no vio usted a algún niño de no más de seis años. Cabello lizo y cobrizo, medio gordito. ¿Lo vio?

El viejo algo emocionado. De inmediato Ricardo, aseguró la aburrida vida del anciano se había iluminado por un acto poco rutinario. Un chico perdido en su tienda. El hecho le trajo ciertas alucinaciones en la cual hasta policía llegarían, y traería consigo más personas.

Si fuera una caricatura, seguramente dos grandes dólares estuvieran dibujados en sus ojos. Pero no eran dólares, era el inicio de un catarata que no tardaría en crecer y dejarlo ciego. Muriendo, atropellado en menos de diez años.

-- Esta tienda es muy grande—intentó atraer la atención a la tienda. —Quizás debamos buscar, y llamar a la policía, ellos nos deberán colaborar, hijo. —lanzó dejando revelado su intención. Últimamente sus cuentas no iban nada bien. Y traer espectadores a costa de un chico desaparecido no era mala idea.

Ricardo se aterrorizó con la idea. Y se lo imaginó por un momento. Tendría que responder demasiadas interrogantes. Los policías se lo llevarían si descubriesen quien realmente era ese niño. Y además, igual se lo llevarían para hacer un interrogatorio, abrir un expediente, y… perdería la mitad del dinero.

--¡No! Tranquilo—dijo con ojos muy dilatado. Sintió que quedaba en evidencia y así dictaminó—Seguramente está en el carro. No hay que armar alboroto innecesario, señor. No se preocupe, yo sigo buscando. Además no debe estar muy lejos.

El no quería perder su oportunidad y se paró enfrente de Ricardo.

--Insisto. La seguridad del niño debe ser prioritaria.

Entonces la cara de Ricardo cambió. Sus ojos se transformaron en dos velas reluciente y ardiente. Entonces el viejo retrocedió.

Ricardo salió agradeciendo de su receptividad y se maldijo por su estúpida ráfaga de ayuda al comentarle lo del chico. Y entonces casi muere de un infarto.

Max se quedó paralizado, y minutos después fue arrojado por un camión que pasaba a toda velocidad a escaso kilómetros de allí. La imagen fue muy veloz como para grabarla. El camión sin previo aviso, pasó y se pasó por encima al niño.

Entonces Ricardo se llevó dos manos a la boca. Sintió como todo concordaba con la teoría de la relatividad, el tiempo volaba y oscilaba con el espacio, la carretera comenzaba a ser cielo, y el cielo inundaba todo su cuerpo, fue entonces que se fue de bruces y no comprendió lo que pasaba.

Entonces cayó.

3

La luna jugaba con el cielo a los dados del mundo.

Y un carro corría a través de la lluvia en dirección al norte. Se detuvo en el único faro iluminado, con una tenue luz. Entonces dos parejas se movieron rítmicamente hacia donde se encontraba el carro. Ambos llevaban dos paraguas, y formaban la curiosa cortina de agua que se hace en la cascada al pararse justo debajo de ella.

Pero ninguno notó aquello al repetir el gesto y con un par de dedos en forma de nuez tocaron la ventana.

Entonces el vidrio descendió. Y allí estaba la silueta del hombre, el conductor. Y a su lado acurrucado angelicalmente, el chico. El conductor le pasó a Max con cuidado, quien arrugó su cara al caer encima de él unas cuantas gotas de la fría tormenta. Entonces la pareja lo montó en el BMW que estaba estacionado a media calle.

El conductor miró a Max, su cara ahora angelical, le tensó los músculos. Como aquellos días luego de las primeras horas de ejercicio, el ácido láctico en los músculos que hacen un martirio al día siguiente. Pero había algo más, el chico le hizo recordar lo de la tarde, su alucinación. Era la primera vez que había necesitado tomarse cuatro calmantes seguidos, luego de aquel sueño en donde moría el chico. No es que le importara en lo más mínimo su paradero. Pero la duda, luego de la alucinación y luego de la muerte de Max, le torturó.

Max antes de abandonarlo, le miró a los ojos. Aquella inquieta y aterrorizante mirada. Sus ojos ahora eran más oscuros que en la mañana. Supuso entonces que era producto de la luz solar. Sea lo que fuese, el chico lo miraba más. Y su corazón se quemaba por dentro.

Afuera había alguna bulla. Pero poco importaba, estaba emparentado con aquella sensación, obsesión, o cómo le quería llamar. Se alegró cuando por fin lo dejaron en el BMW, y su mirada fue bloqueada por la puerta.

--¡¿Quiere o no su parte final?!—dijo el hombre. Entonces comprendió Ricardo el motivo de su molestia, no era para menos. La bulla en el exterior era la voz del cliente que no le daba su otra parte de dinero.

--Si, si—dijo Ricardo quejumbrosamente. Y aceptó el otro sobre. Entonces fue esta vez el BMW, que aceleró bajo el manto de lluvia.

Ricardo sin explicación se bajó del carro. Y miró sin moverse, sin temblar bajo la lluvia glacial. Simplemente formaba una figura o una estatua muy mal hecha pero con suficiente fuerza como para mirar hacia arriba sin inmutarse.

Entonces se pasó las manos por las sienes y se subió al carro. Tratando de distraerse con la cantidad de dinero que había recibido.

4

Ven necesito de ti. Haz mi voluntad, y corta las barreras entre nosotros. Rescátame de este destino y llévame a la gloria de tu compañía. No quiero estar más aquí, y quiero correr por un camino áspero y solitario. La bruma me cubría de piel a cabeza y la sosegada corazonada de que alguien me miraba, me oprimía. Fue entonces cuando lo sentí no hubo la necesidad de voltear.

Hay un espacio en dónde el tiempo y el espacio son unos, y que se combinan de manera perfecta para crear las impresiones subjetivas de las cosas. En mí crearon terror, porque me torturaba. Yo que siempre pensé jamás temer, ni huir, ni sentir la necesidad de correr ni de sentirme aludido a algo. En este instante de tiempo, que va desde que sentí el centro de una mirada, hasta el efecto de otra. Allí en ese lapso, fue cuando mi mundo dio media vuelta, y observé a la criatura.

Allí estaba. Pálido. Frío. Y tosco. El chico con una mata de cabello cobrizo empapado por sudor, me miraba directamente a los ojos. No entendí porqué si estaba lleno de sudor, yo temblaba. Su boca apenas rosada dibujó una media luna. Aquí el tiempo pasaba lentamente pero a su vez muy rápido, todo era impresiones, y pesar de que era mi alma la que se debatía en ese lapso de tiempo, supe de inmediato que aquello era el mundo de las ideas descrito por platón.

Y aunque yo lograba observar definidamente al chico. Y al mismo tiempo podía verme a mi mismo. Todo lo que nos rodeaba era una pintura difuminada, con mucho humo, y gas.

Pero la verdadera importancia estaba en el chico. En sus ojos. En su frío. Aquel frío que hace que los muertos se levante de sus tumbas y corran lejos del purgatorio. Aquel frío que congela a los osos polares dejándolo sin respirar. Aquel frío que hace que los antiguos Mamut, muriesen en pleno proceso de alimentación. Y aquel frío que la misma muerte rehúsa a soportar.

Era el frío que Max, y yo estábamos sometido. Yo moría lentamente, pero el sudaba. Max musitó “La muerte vino a buscarte pero ya no estabas”.

Entonces todo se hizo añicos, mi frenesí entre la realidad y el mundo de las ideas, hizo una implosión dejando únicamente la voz grabada de Max “Ven”, “Ven”, “Ven”... Y yo cayendo frenéticamente en un agujero negro.

El golpe. Un gruñido, y la cara aplastada a los mosaicos del piso.

Fue entonces, luego de la caída que se dio cuenta de lo mal que había estado. Un sueño era todo. Pero… ¿sencillamente era un sueño? O era un difuminado hecho por un odioso Dios, entre la realidad y la fantasía. ¿Y si era un vuelo entre su alma y la de ese chico?

Mientras se bañaba borraba todo eso, el agua era purificante… odiaba cuantas veces había leído eso en las revistas. Era estúpido como los escritores usaban la misma frase un y otra ves, purificante. Pero, ahora entendía el porqué, realmente, lo era. No en el sentido de lavar los pecados. Para nada. Él estaba consciente de que sus pecados, estaban excelente diseñado con la ley de Dios. Pero… era te hacía caer en un estado de hiperactividad, dónde te sientes más limpio, y decides mejor el paradero de tu vida próxima. Si eso era.

Entonces cerró la llave musitando para su adentro, y confiando enormemente en que se tranquilizaría.

Ricardo se sorprendió mucho al ver en TV, un reportaje que atrajo apreciativamente su atención. Era un una mujer rubia con una cirugía plástica que le saltaba en frente, gritando que la había conseguido engañando a su aseguradora.

Hablaba del rapto de un chico de la Familia B Lughtgarten, y no importaba el nombre, lo que atrajo su atención. Era lo horriblemente rico que eran. Y había puesto una recompensa para encontrar a su hijo, además…

En ese preciso instante se maldijo por lo bajo. Tomó un palo al lado de su cama y golpeó cinco veces la pared, hasta que el palo se deshizo y se quedó observando la aldabaría que había armado. Su habitación no era más que la unión imperfecta de cuatro paredes, un closet recogido de un acantilado, una cama con pulgas, y un par de maletas. Ricardo vivía una vida nómada. No gastaba sus lucrativa ganancias en rompa, ni artículos de vivienda. Estaba reuniendo lo necesario para irse del país.

O del mundo.

Ambas eran dos posibilidades melódicas.

Y aquel era su oportunidad, la del siglo. Conseguir al Max. Entonces comprendió todo. Era sencillamente un sexto sentido que le acurrucaba al oído. Qué le cantaba como la voz antes de la parca. Y ahí estaba la prueba, no estaba loco. Sencillamente su olfato del dinero le había llevado a eso.

Entonces pensó lo que haría.

Se asomó por la ventana durante la luz del día, y observó aterrado, como su costumbre le salvaría en este instante.

5

Fue muy fácil para Ricardo volver a secuestrar a Max.

Por tres razones. La primera, siempre lograba intervenir el hogar de las personas para quien trabaja, ya que el aplicaba la filosofía caerán conmigo. Fue por eso que supo donde vivía la pareja. Toda la mañana estuvo a atento, a periódicos, y distintos canales, pero nada. Los secuestradores, indirectos (eso lo sabía sólo él) no habían pedido recompensa, no habían siquiera dejado un mensaje.

Absolutamente nada. Eso era algo beneficioso.

Segunda razón: Cuando llegó a la quinta “Santa Ana”, en la Avenida Santiago de León, de Ártico, nadie estaba en la casa. Había dejado al chico amarrado en un cuarto, y con apenas ración de comer como para una merienda.

Y la tercera razón. Más implícita, y que Ricardo solo entendió muchas horas después. Y esta razón, fue de una manera la más importante. Nada se hubiese efectuado a no ser por la misma. Ni el secuestro. Ni los planes. Ricardo estaría en este preciso momento infartado por la impresión, sepultado vivo, o cayendo de un helicóptero de mucha altura. Si acaso esta razón no se hubiese dado.

La principal razón por la que pudo. Fue porque Max así lo deseó.

Fue por ello que allí estaba en una habitación cuyas paredes era de espejos amplios, y bordeaban hasta el techo de la misma. Era un loquero. Lo más acorde para no enloquecer allí, era cerrar los ojos, no mirar a ninguna dirección, incluso el piso era traslucido.

Hitler hubiese adorado esa sala. Reflejarse a sí mismo en todos los ángulos.

Y allí estaba el chico. La mina de oro. El mosaiquito de las prosperidades. Y por otra parte quien aseguraría más dinero. Pero a la vez era tétrica su aura.

Técnicamente no lo vio directamente a los ojos.

Estaba de pie con su camisa y suéter negro, observando a la pared del frente, fue su oscuro reflejo que se paseó sobre él. Luego se vieron. Sus miradas chocaron luego de unos minutos, pero solo a través del espejo.

-- Hola. ¿Vienes por mí de nuevo?—dijo. Su voz era la de un chico que ve con alegría a su padre.

Me recordó. Se dijo en su mente una y otra vez. Era increíble que lo hubiese hecho. Y no era que lo hubiese recordado. Sino, su tono. Burlón, y tétrico. Como si en lo más interno de su ser, supiera todo lo que hacía. Y que haría.

Suposición, no era la palabra.

No importó mucho, de igual forma Ricardo tomó a Max, y huyó de la casa, no quiso volver la vista, tuvo la ligera impresión que si volteaba los espejos reflejarían su miedo y aquello era algo que no podía permitirse.

Finalmente escapó con el chico lo montó en el carro. Vio el cielo con cierto frenesí. Siempre hay personas que describen los momentos donde reina la maldad con características especiales, fenómenos, o desórdenes naturales. No obstante, allí reinaba el lado siniestro y no vio ni una pizca de diferencia.

El sol se extinguía tenuemente en el horizonte dejando atrás, a nubes de color púrpura y grisáceo pintando con alevosía las montañas que se veían en el horizonte. Ricardo recordó el cuadro de algún viejo pintor, no lo recordó, jamás fue bueno con el arte. Pero aquello le enmudeció.

Mientras tanto, en el carro Max cantaba con una mueca en la cara.

“Había una vez un barquito chiquitito, que no podía, que no podía, navegaaaar” haciendo énfasis en la última “A”. Aquello inquietó bastante a Ricardo.

--¿A qué le temes?—dijo Max sonriendo.

En ese instante comenzó a preguntarse si valdría la pena tanto horror.

6

El frío que hacía temblar a los muertos había envuelto cada rincón de la casa. Una vez más.

O lo que quedaba de ella. En realidad él ya no caminaba en la casa, aquello había dejado de ser una casa para transformarse en el camino directo a un acantilado. La roca era muy lisa, y perfecta aunque existían ciertas fisuras y elevaciones de un lugar a otro. Pero los paso que daba Ricardo sobre la mojada roca se hacían tosco y resonante como el zumbido sordo que pueda dar al pisar el un saco de huesos.

Precisamente el cielo era cautivador. Las nubes se reunían lentamente alrededor del acantilado donde desembocaba el camino. Aquellas nubes anticipaban una sinfonía de rayos, sus colores eran un cuadro cual Picasso, azul y gris y en otras zonas de un morado oscuro. Existía la posibilidad de quedar enamorado de las nubes que superaban la aureola boreal.

Pero nada de eso le importaba en lo más mínimo. Tal y cómo sabía desde aquel día cuando se había despertado muy temprano, y viéndose en el espejo, ese niño debía ser devuelto.

Ricardo, mientras caminaba directamente al borde del acantilado, no pensó en ningún momento el daño y las consecuencias de sus acciones. El chico, el chico, el chico. Era el único orden que su mente dictaba, era como estar sentado en una pantalla de computadora y luego de varios minutos, lo único que sale del teclado son palabras sin sentido y coherencia.

Cualquiera que hubiese visto a un hombre caminando hacia el risco, hubiese seguido su camino si prestarle mucha atención y pasado unos minutos se hubiese olvidado de la escena, quizás, sólo y exclusivamente quizás: más tarde cuando la noche hubiese envuelto el cielo, y las luces se hubiesen eclipsado por la misma oscuridad recordaría la escena, y pensaría: ¿Brincará?.

Pues Ricardo no brincó. Sólo se paró en el borde del acantilado y tomó con una mano a niño. Max le miraba con desdén, y hasta con burla tal y como lo haría una mujer que va a ser robada por un hombre que no tiene arma y ella esconde, bajo de la falda, un aparto para inmovilizar.

-- Tengo varias opciones. Eso pienso. —dijo Ricardo.

-- Los señores de hace un rato dijeron lo mismo. —musitó la voz de Max—Sólo qué ellos ahora, no están.

Ricardo pensó en eso, sólo un minuto. No están, a qué se refiere con eso, la idea de que el significado de que no esté fuese que ellos ahora estuviesen muertos se le coló como un río frío del norte de Mérida. Los huesos parecían gritarle de dolor, sin embargo, se tranquilizó y retomó la fuerza para hablar.

-- ¿A qué te refieres con no están?

-- Jajá. No están es no están. —finalizó Max. Se cruzó de brazos y miró con ojos que proyectaban un delicado asombro por todo el acantilado; al mismo tiempo Ricardo sintió que en esa mirada había más, había reto, había algo encerrado.

Que debía eliminar.

-- Di lo que quieres, no me importa. Eres sólo un niño—dijo—Sí sólo un niño, además no me importa que ellos no estén, después de todos, así todo ocurrirá más sencillo, te cambiaré por dinero, y me iré de este mundo. Tú serás mi gran final, escúchalo bien, Maxy, serás mi gran final.

Los ojos de Max se pusieron en blanco, mientras Ricardo volvía al auto que estaba aparcado en frente de la casa. La palabra más adecuada sería echado, el carro estaba mal estacionado a mitad de toda la pared de la entrada.

-- Vuélveme a decir Maxy y te mato, Ricardito.

Dijo Max, a lo lejos pero no fue escuchado, montó en el auto. Estaba sentado en el asiento del copiloto y su mirada estaba directa y precisa, no expresaba nada, ni siquiera ansiedad.

Sabiendo, que pronto el bastardo que tenía aún lado moriría.

7

El cambio fue muy sencillo. Y a la vez rápido… hasta mortal.

Un trabajo de un apretón de mano, una llamada por teléfono, y un lugar indicado.

Ricardo diría: Seleccionar, Analizar, y Ejecutar.

Ese mismo día a mediados de las once, Ricardo tomó el auricular y marcó una serie de números, mirando como toda persona a un punto inespecífico. Del otro lado de la línea el conteo fue apresurado, pero seguro.

Una voz insegura y mocosa tomó el teléfono.

-- Aló.

-- Aló Buenas Noches. —dijo Ricardo con cierto aburrimiento. Ya había olvidado la cantidad de veces que había hecho esto. Lo más tonto era que los polis aún buscaban el origen de la llamada, hasta un tonto niño como el que tenía al lado, sabría que no llamaría ni siquiera de un lugar cercano al escondite del maleante. También sabría, que los padres, o las personas a quien se le llamaba para obtener lo que se quería del secuestro, estaban tratando de alargar la llamada para que el identificador de llamada de la policía lograra acceder al teléfono, y ¡sorpresa! Sabemos de donde llamas. —Seré breve, y rápido. Ya se sabe el protocolo, cierto. No quiero policía, no quiero camarógrafos, no quiero tíos ni ha llegados, sólo quiero que usted mañana esté a las 1: 35 p.m. en el McDonald’s de la Avenida Nuevo México.

--¡¿Cómo está mi hijo?!—dijo la voz que parecía asimilar poco a poco el secuestro. Y la llamada. -- ¿Si algo le pasa? Dígame que está bien, necesito saberlo. Póngalo al teléfono. ¡No me escucha!

Ricardo puso los ojos en blanco. La parte que más le desagradaba de su trabajo era la tonta estupidez de los padres, creer poder amenazar cuando son ellos los amenazados, son ellos los que están siendo lanzado de un risco y sin salvavidas. La parte que más le gustaba, era su auto humillación.: hasta cierto punto era delicioso observar la manera que se humillaban a fin de conseguir lo que amaban.

Aunque no siempre amaban al secuestrado. Puede ser. Puede ser.

-- Serán setenta millones en un maletín para Lapto. No tarde. Y recuerde Macdonal’s. —dijo Ricardo y tiró el teléfono.

Sacó la tarjeta CANTV, y se la guardó en el bolsillo, esperando que quedara aun dinero suficiente para otras llamadas. Sintió un dolor en el abdomen. ¿Otras llamadas?, No, no. Ya no señor, ya usted no podrá tomar nuestros boletos ida y vuelta en Secuestros’ Airline. Éste será el último, y no nos reservamos el derecho de admisión. ¿Lo sabe?

Si. Lo sabía.

Pensó sobre eso y sobre como invertiría su dinero. Tenía desde hace unos quince años, una cuenta bancaria lo bastante honorable. Varios millones de bolívares eran depositados allí.

Ricardo a pesar de ser un secuestrador tenía ciertos hábitos. Y pese a todos sus deseos oscuros y un tanto maligno, era un hombre bueno. Un par de veces donó dinero a la Iglesia, un par de veces, donó dinero a los pobres, pero no porque quisiera lavar sus culpas, ni porque se arrepintiera de su trabajo (además todos los trabajos son honrados. ¿O no?). Sino por que debía pagar impuestos. Y esos impuestos era la ayuda humanitaria. Aunque el no se engañaba, no era un especie de Robin Hood, a lo siglo XXI, “secuestremos a los ricos, y ayudemos a los pobres

Pero fuera de todo eso, era una gran fortuna. Lo suficiente como para comprar una casa fuera del país, y no tener que volver a Venezuela. Una vida rica era la que le esperaba.

De inmediato llegó a la casa, acostó a Max, que durante todo el viaje se mantuvo callado y muy poco sociable. Estuvo despierto durante toda la jornada, pero cuando llegó a la casa, se acostó sin más ni más. Eso le facilitaba el trabajo a Ricardo.

Le encerró con llave en la habitación que no tenía ni ventana. En una parte de su mente, más escondida que la inconciencia, lo hacia para estar seguro él, y no con el motivo que le dictaba su conciencia: no dejarlo huir.

Su casa de tres pisos que quedaba un tanto alejada de la ciudad, era muy cómoda, lamentaba tener que irse. Todos sus delitos habían sido limpios, bueno dejando a un lado los dos o tres que tuvo que asesinar al secuestrado ya que este le había visto el rostro. Por eso podría decir que era un hombre libre, jamás fue descubierto en nada, la policía ni sabía de su existencia. Trabajaba de períodos de cinco a cinco años, en distintas ocupaciones, como en talleres de reparación. No socializaba mucho, especialmente porque su familia le había abandonado cuando pequeño.

Tenia no más de siete años, cuando le dejaron en un orfanato. Solo así. Su mamá una mujer hermosa de cabello rojizo, y su padre muy gordo y exactamente igual a él, le habían dejado allí en un orfanato, sin explicación. Poco después se enteró de que habían muerto. Era difícil explicar ese sentimiento, al menos para él.

Aunque fuese increíble. Él lamentaba su muerto… ya que no pudo asesinarlos el mismo.

Tomó una botella de ron, y se acostó en su cama. Era muy cómoda, y tenía mesillas de lado a lado, al frente una gran pantalla plana, y más arriba un reloj. Dormiría siete horas, no más.

Primos, y más parientes, jamás se molestó en buscarlos. No le interesaba mucho su pasado, ni parte de su vida, ya que más da. En el orfanato aprendió mejor que en la calle la ley de supervivencia del más fuerte. Él era enclencle y escuálido, por lo que fue pisoteado por todo un largo año. Pero a los nueve, cambió todo, utilizó la inteligencia más que la fuerza. Su fuerza y cuerpo llegó más tarde, en la adolescencia. Durante su primer año en el internado fue machacado, pisoteado, escupido, le rompieron la nariz unas tres veces, y estuvo a punto de morir. Pero sobrevivió.

Hasta que cierto domingo, de los meses de agosto pasado su cumpleaños, miró una Película de Disney “La Espada en la Piedra”. Tres veces cómo mínimo la vio luego de esa primera vez. Allí miró el poder de la inteligencia.

Pasó todo el domingo pensando en el cuestionamiento seré o no seré inteligente. La respuesta llegó a la velocidad que tendría una manzana a caer sobre la cabeza de una persona.

¡Si!. Si era inteligente. Era el mejor en las matemáticas, y las lecturas. Era un punto positivo. Pasó toda la noche sin dormir. Y en ese tiempo pensó en la manera de vengarse.

Y lo hizo.

Para Ricardo, la cuestión en primera instancia fue complicada. Pero luego de la primera vez, todo se hizo más sencillo. Pasó la noche en vela tal, cómo dormía en el segundo piso de una litera, todo se le hizo más complicado: tuvo que trabajar en la oscuridad pues la luz podría levantar a los demás; y advertir a sus interpeladores.

Lo cuál sería un factor negativo. Así pues con mucha parsimonia preparó su juego. Robó un grupo de materiales a mediados de la noche, y esos materiales lo utilizó. Lo que hizo fue llenar de mantequilla, chocolate, agua, refresco, salsa de tomate, entre otras cosas, la ropa y cama de los demás.

El Topo, era el apodo que le daban a un enano que le gustaba meterse con él. Un par de veces le había partido la nariz. Y era la persona a la cual Ricardo más ganas le tenía. No por ser enano, sino por ser, un enano desgraciado.

Se acercó lentamente a su cama, y se le montó en encima, le susurró lentamente.

--Despierta bastardo.

-- ¿quién anda allí?—dijo Topo entre dormido y despierto. No podía ver nada pues no había luz, pero sentía a alguien sobre sus piernas. Eso le molestó y trató de moverse, pero algo lo detuvo.

Fue como si un insecto le hubiese picado. Sentía en su garganta un filo ligero, pero a la vez doloroso. Entonces se puso a sudar pensando y temiendo que aquello fuese un cuchillo, o un monstruo. Entonces topo de doce años, estuvo atemorizado.

-- Escúchame bastardo. Esta es tu primera y única oportunidad—hablaba la oscuridad. —Vuelves a tocarme, y te aseguro, que no me abstendré de vengarme tal y cómo lo hago ahora. Podrás joderme, podrás golpearme, y patearme. Pero siempre habrá una noche, un momento, un segundo, en el que estés descuidado, y cuando menos lo espere, no será al instante, no será volando. Pero en algún momento, me vengaré. Y si me llegas a acusar, te aseguro que este filo. Si te dolerá. ¿Me oyes?

Topo supo quién era.

--¿Estamos claro, enano de mierda?

--S-s-Si—dijo Topo atemorizado.

Al día siguiente a todos los dejaron sin almorzar por lo ocurrido. Todos estaban envueltos en un total y completo desastres. Era asqueroso. Lo que más molestó a la gente del internado fue el hecho de tener que comprar nuevas sábanas, pues los nenitos se había puesto de acuerdo en dañar unas excelentes sábanas (¡claro!), que no tenían ni quince años de haber sido comprado.

Y se vengaron de Ricardo…

Pasado unos meses, ya los moretones habían desaparecido. Y tal como había prometido se había colado, sobre la cama del chico. Introdujo algo sobre la almohada, y se devolvió a su cama.

Unas horas más tarde el cuerpo muerto de Adrián un chico de malos pasos, había sido encontrado en su habitación degollado, al mismo tiempo, el Topo fue expulsado del internado, había encontrado el arma homicida en su almohada junto con sus huellas.

Topo fue violado, cortado, y lastimado en la cárcel. Cinco años más tarde de que estuviera en una correccional, se arrepintió tanto, que cuando fue asesinado por un hombre que quería violarlo, solo musitó el nombre de Ricardo. Luego murió.

Ricardo sonreía mientras se llevaban a Topo.

Y siempre le respetaron.

8

Ricardo estaba excitado.

Por primera vez en mucho tiempo estaba en la cama de su cuarto, observando como una mujer de vestido rojo se arrojaba sobre su cuerpo. Le tiró el pantalón, le sacó la camisa. Y se besaron durante mucho tiempo. Sus manos jugaban con su cabello, y toda su piel, era suave y húmeda.

Y aquella mujer era fuego en el ártico.

Y él era ártico.

Cuando por fin luego de tanto sudor, y precaliento, se arrojó sobre ella, la mujer le miró con ojos como almendras negras. Era siniestro y a la vez, atractivo. La besó una vez más ya casi desnudo cuando, sintió algo en la lengua. La lengua le dolió un poco y montón de sangre brotó de su boca. Primero un montón, luego una fuente loca, salió de su cuerpo. Entonces Ricardo la lanzó al piso. Me mordió, me mordió la perra.

La mujer calló al piso con los brazos hacia atrás y las rodillas juntas, el vestido rojo estaba bañado en sangre. Y el veía como su boca botaba sangre pensó que hasta un paraguas sería pequeño para aguantar la lluvia de sangre.

Entonces todo se volvió negro.

La cama se puso mojada, y sangrienta. Escuchaba risas, y risas a su alrededor. Era como si estuviera en una película cómica en la que hay personas, no visibles, que se ríen de los actos, como para imprimir gracia a las aburridas bromas de los actores.

Pero estas risas, eran…. Carcajadas.

Sentía que su nariz ahora era la de un payaso. Voy a morir, se dijo, pero mataré a esta mujer, ¡lo haré!

Las risas aumentaron, y la mujer en su frente se reía también, y le miraba directamente a los ojos.

¡Todos reían! Mientras el se retorcía en su cama, de dolor.

Y de repente todo se cayó… y allí estaba Max, parado enfrente a él. En el lugar donde un segundo anterior había estado la mujer. Los brazos pegados a su dorso, con una sonrisa en la cara, su cabello le caía como una cortina, y pese a la sonrisa su mirada era monótona y sin destello.

Era un pequeño militar.

Entonces, Ricardo se puso de pie. Miró a su alrededor temblando, y se dio cuenta que nada había pasado, que todo estaba igual. Que no había sangre. Qué no había, risas.

Que no había mujer. Qué estaba despierto, y…

… ¡QUE EL MALDITO NIÑO HABIA SALIDO DE SU CUARTO!

Max sonreía aún.

-- ¡¿Qué haces aquí?!—gritó Ricardo. No gritaba por ser valiente. Gritaba para acallar todos sus miedo, porque su alma gritaba enloquecía, tenía miedo, y bastante. Pero no podía demostrárselo a un niño de cinco años. Qué le miraba sonriente, en actitud militar, y con sombría mirada.

Pero reía.

--Te estoy hablando. ¿Cómo saliste de tu cuarto?—Ricardo miraba de un lado a otro pensando, creyendo, que aún dormía. Pero no era así, tal como lo notó. No era un sueño y todo lo que en su alrededor circundaba era obra de la realidad. Pero…

…como salió el niño. Cómo cabía la posibilidad de que Max salió del cuarto, que el mismo se había asegurado de pasar con llaves.

Entonces lo tomó por el brazo a regañadientes. Primera vez en mucho tiempo, sacando a las personas que había asesinado, que había tenido que usar la fuerza contra un niño.

La habitación estaba con llave. El frío le paralizó, sólo la sonrisa de Max que se volvió lentamente a mirarlo con expresión de “te lo dije”.

Se tranquilizó, y no pensó en eso, si lo pensaba perdería la poca cordura.

Lo empujó dentro de la habitación y cuando entró se quedó boca abierta.

Todas las paredes estaban rayadas. Manchadas.

Había signos, escritos, dibujos, trazos oraciones; y una ilimitada caligrafía con una misma frase. “Tu vas a morir

Tu era la que decía la primera palabra escrita en todas las oraciones de todas las paredes. Y…

Vas era como un camino sin vuelta, un encuentro con una cuerva en la que los hombres primitivo escribían en la pared de las rocas. Recordó cuando de pequeño le había dicho a Topo, que iba…

A morir, y lo hizo. Ahora era él. Ricardo, quien iba a morir. No lo permitiría, no se dejaría asesinar.

Entonces miró a Max con odio. Y le golpeó con patada en la cara. Aquel golpe sonó como una campanada de una iglesia a mitad de la noche, el chico se fue de bruces y no lloró ni se tocó el cachete.

Entró más a la habitación y miró al chico en el charco de agua que había. El muy desgraciado había dañado la alfombra con agua. Como lo odiaba.

--¿Quieres enloquecerme?—dijo Ricardo. —Eso es lo qué estás buscando. Lo sé. Pero escúchame bien, no lo harás. —Max se puso de pie como si nada hubiera pasado, aunque desde la comisura del labio salía un poquito de sangre, y en su cachete había un morado con la forma de la punta del zapato. Ricardo al verlo se veía cada vez más descontrolado.

Max sonrió.

--No piensas decirme nada. ¿Con qué hiciste estos rayones?—dijo pero las respuesta vinieron con rapidez. ¡Sangre!, Era sangre. ¡Y heces! Heces humanas.

Volvió a patear la otra cara del niño. Y Max cual pelota chocó con el borde de la cama, y se llenó con un poco de sangre.

Aquello era una obra de arte. Si de cierto modo lo era. Cuando entraba, el olor a excremento y el olor fresco de la sangre, hacía olvidar el odio a las personas, y dirigía ese odio a una sola persona, al artista. Al odiado niño.

-- Ya veo que te cagaste los pantalones para hacer todo esto. Bien, Bien. De donde sacaste la sangre. ¿Acaso tu mismo te hiciste daño?—caminó lentamente hacia donde estaba Max. El chico se puso de pie, y le miraba ahora sin sonrisa. Solo con ojos impregnado de ira, y con una boca envuelta de sangre.

Entonces pasó algo. Y Ricardo estuvo a punto de desmayarse.

Se tomó del borde de la puerta y se pasó lentamente la mano por la boca. Y allí estaba: sangre. Su propia sangre salía de la boca. Se metió los dedos dentro de la boca, y lo que consiguió fue más sangre. Era roja, pero no tan brillante, estaba como que opacada, y oscura.

Entonces sintió miedo. Se tocó la lengua. Y allí estaba, pero ligeramente cortada. Tenía un par de dientes afuera, y los huecos sangraban.

--¿Has usado mi sangre?

Entonces Max, sonrió. Y las voces volvieron.

-- Yo soy el bastardo. —dijo Max con una sonrisa, su voz era suave y dulce, como la de todo niño. Ni un rastro de lo siniestro que llevaba por dentro, en ella.

-- ¡Jódete!—dijo Ricardo al comprenderlo. Le encerró de nuevo, y volvió a la habitación. Más adelante en el camino a su habitación algo le sobre saltó. Desde la puerta de la habitación de Max, hasta su cuarto, había huellas. Huellas de sangre pequeñas, y de niño.

Sintió una presión justo en el pecho y continuó caminando.

El pasillo estaba levemente iluminado por la luz manantial de las lámparas de pecho. Ricardo pensaba en que si dormía todo volvería a la normalidad. Todo.

Quizás si. Quizás no.

Caminó lentamente, y volteó un par de veces, pero nada ocurrió. En otros momentos tomaría una escopeta, y le volaría la cabeza a ese maldito niño. Pero, no.

Aún había dinero. Aunque eso ya tampoco le importaba mucho.

Sólo quería dejar de tener a Max en su custodia. Sólo eso. Pensó en lo que había pasado en menos de dos días, y en lo poco que había dormido. Pero curiosamente no tenía sueño, no estaba…

…cansado. Y podía seguir así. Así lo sentía. Pero decidió ir a su habitación.

Abrió la puerta, ignorando las huellas de Max allí. Entonces entró a su habitación, su boca se convirtió en una O, su mano se dirigieron a tapar la misma, y sus ojos se envolvieron en lágrimas.

Ricardo miró al hombre qué estaba en su cama.

Su cuello había sido degollado, de su boca resurgía sangre desde sus dientes que se había caído. De aquí allá, y de allá a acá, la sangre dominaba. El tono de rojo se difuminó con los cuerpos, y se convirtió en todas las tonalidades habidas por a ver.

Sus ojos se desorbitaron, y caminó lentamente.

Pese a que en su cuerpo gritaba de angustia, la gente o las risas volvían a la habitación. Entendió que siempre estaría por ese mundo, que no habría nada allá y nada acá, quizás estaría muy cerca del cielo, muy cerca del infierno, muy cerca de la tierra, pero nunca en un lugar específico. ¿Entonces en donde estaría Ricardo?

Envuelto en la oscuridad, y en la risa trancada de su alrededor, comprendió que su lugar sería: a Seis Kilómetros de la Calle del Infierno.

Y allí estaba a un lado de cuerpo.

Max sonreía con esa cara angelical, su cabello que llegaba a los hombros, y sostenía en dirección al techo un cuchillo cubierto de sangre. Su mirada se volteó lentamente, dejando con parsimonia que cuerpo y alma se miraran por primera, y última vez.

Ricardo no pudo moverse, al ver a su cuerpo tirado envuelto en la sangre y en la sábana ahora vinotinto.

Entonces todo se hizo oscuridad, y las paredes se incendiaron sin consumirse, solo a él, únicamente, supo una cosa:

Estaba muerto.

Y Ricardo se quedó sin gasolina en esta horrible calle del infierno.

Caracas, 13 Julio 2009, 12.49 a.m.